domingo, 20 de septiembre de 2009

JOAQUIN RUÍZ GIMÉNEZ


Por
Raimundo Hiriart Le Bert

Ex-Cónsul de España en Nouadhibou
de la República Islámica de Mauritania



Vivía yo, a finales de los años ochenta, en Santa Cruz de Tenerife. En las islas se aprontaban con entusiasmo para la toma de posesión del primer Diputado del Común, el palmero Luis Cobiella Cuevas. Me enteré de que acudiría a dicho acto institucional el entonces Defensor del Pueblo D. Joaquín Ruiz-Giménez. Tenía un enorme interés por conocerle y tratar un tema personal que podría estar vinculado al cargo que desempeñaba el avezado político. Apenas finalizada la ceremonia, y previa cita concedida telefónicamente desde el memorable Hotel Mencey; en el Parlamento de Canarias, agobiado por la prensa y presto a marchar al aeropuerto para coger el vuelo de regreso a Madrid, don Joaquín encontró unos minutos para recibirme en una sala contigua. La circunstancia de que tuviésemos amigos chilenos en común facilitó mucho las cosas; le expuse, multa paucis y de manera atolondrada, el motivo fundamental de la cita. Me escuchó con deferencia y atención; sus comentarios y sugerencias sobre el delicado asunto planteado estuvieron rodeados por su particular sensibilidad y espíritu de servicio. Con posterioridad mantuvimos un intercambio epistolar cordial y fructífero, aunque al comienzo, y tras verle en Tenerife, creí por un momento que se olvidaría de nuestra conversación y todo quedaría en bonitas palabras. Meses después irrumpí, sin aviso anticipado, en la sede del Defensor del Pueblo, situada en la calle Eduardo Dato de Madrid. Me volvió a atender con la amabilidad de siempre, y por fortuna, se pudo encauzar favorablemente el contratiempo que me preocupaba.

Me hacía ilusión –años más tarde- el reencuentro con don Joaquín, pero en unas circunstancias muy dispares a las de Canarias y Madrid; ahora sería en el Sáhara, en una imaginaria estalactita de arena moldeada al viento suspendida sobre el Atlántico, es decir Nouadhibou. Una mañana luminosa y quieta, aguardaba al pie de la escalerilla del viejo Focker de Air Mauritanie al presidente de UNICEF – España, invitado oficial del ayuntamiento del legendario Port-Etienne. Fue el único de la comitiva que no se quejó del largo y pesado viaje, incluida la ya conocida eterna espera en el aeropuerto de Gran Canaria. Su esposa, doña Mercedes, me confesaría en el curso de una conversación, que él, a sus ochenta y pico de años, se mantenía en perfecto estado, y que solía acompañarle con frecuencia a las piscinas existentes en la avenida de Pío XII de Madrid, donde hacía una retahíla de largos, más propios de un chaval que de un octogenario. Entretanto nos dirigíamos a la modesta y maloliente sala de autoridades, y luego a los vehículos todoterreno, cogido de mi brazo y precedido de un expresivo silencio me dijo: “esto debe ser muy duro de aguantar amigo cónsul, pero tómelo con resignación; es un escenario insuperable para aprender”.

Instalados en las dependencias municipales, con un calor sofocante en el salón, don Joaquín pronunció un consistente discurso de elevado contenido humano que, como era de suponer, estuvo orientado a las necesidades vitales de la niñez en países africanos, destacando la labor de UNICEF-Mauritania. Seguidamente asistimos, en las afueras del poblado, a una comida típica mauritana que se llevaba a cabo en una jaima muy bien preparada y adornada para la ocasión. En los preámbulos, don Joaquín se preguntaba sobre la explicación de la supervivencia, y aparente felicidad, de un puñado de niños que pululaban, descalzos, entre dunas de arena y de basuras dando patadas a unas botellas de plástico, que unas cabras famélicas intentaban arrebatarles. Al tiempo que se producía la visita de esta conspicua misión de la agencia especializada de la ONU, surgían una vez más dificultades que me obligaban a centrar la atención en organizar y resolver la repatriación de marineros portugueses con base en la isla de Madeira. Dio tiempo, sin embargo, para acudir sobre la marcha a despedir a don Joaquín. La corta estancia en este puerto, señaló sonriente acomodándose en su asiento, le había parecido sin duda lo más enriquecedor y entrañable del viaje. Sé que vosotros aquí, con tanto movimiento y complicaciones, os encontráis bastante abandonados y aislados: no bajéis la guardia y gracias por todo.
Fue un privilegio haberle conocido don Joaquín, y hasta siempre.

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